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agotamiento, blasfemó contra el río como si la perfidia de éste hubiera sido premeditada.
Aladoree lo vio. Braceó débilmente en dirección a él, entre la encrespada espuma
amarilla, mientras ambos se deslizaban bajo la sombra de las murallas. De vez en
cuando, John Star miraba hacia atrás, con la esperanza de que alguno de sus tres
compañeros hubiera salido con vida, pero no vio a nadie.
Aladoree desapareció ante sus ojos, succionada por la cruel corriente, cuando ya la
tenía a menos de cuatro metros. Salió de nuevo a flote, zarandeándose indefensa en las
aguas abominables, en el preciso momento en que John Star se disponía a zambullirse
en pos de ella, como último recurso.
La cogió del brazo y se la echó sobre el hombro.
 Agárrate a mí  balbuceó. Y agregó, con un último chispazo de humor cáustico :
Si te atreves a confiar en un Ulnar.
Ella se aferró a él, con un fugaz y débil espectro de sonrisa.
La espuma amarilla y arremolinada siguió arrastrándolos, al pie de las portentosas
murallas, en dirección al recodo del río situado más adelante. Allí los aguardaba la selva
de espinas.
24 - Por falta de un clavo
John Star nunca tuvo un recuerdo claro de las horas que pasó en el río. En las etapas
postreras del agotamiento, cuando hacía mucho que había traspuesto los límites
normales de su resistencia, era más una máquina que un hombre. De alguna manera se
mantuvo a flote, junto con Aladoree. Pero no recordaba nada más.
Al sentir guijarros debajo de sus pies recobró por un instante la fuerza de voluntad.
Vadeó las aguas amarillas y salió de ellas arrastrándose, sobre la orilla de un ancho y
suave banco de arena negra, cargando a la joven desvanecida.
La selva se levantaba a trescientos metros. La barrera de espinos negros y
entrelazados se erguía imponente contra el cielo escarlata. Estaba salpicada de flores
enormes y llamativas de color violeta llameante, que le comunicaba una cierta belleza
terrible, y detrás de ella se ocultaban las infinitas caras de la muerte.
John Star sabía que la playa despejada era una tierra de nadie, amenazada desde el
río, la selva y el aire. Pero le quedaban pocas fuerzas para precaverse contra el peligro.
Arrastró a la joven fuera de las aguas amarillas y la dejó en el dudoso refugio que ofrecía
una masa de maderas acumulada contra una rama sepultada en la arena. Después se
dejó caer junto a ella, sobre la playa. La fatiga lo venció en seguida.
Cuando despertó, comprendió que había perdido horas preciosas. El borde de la selva
ya había partido en dos el inmenso disco rojo del sol: La atmósfera se enfriaba al letal
presagio de la noche cada vez más próxima.
Aladoree yacía junto a él sobre la arena negra, durmiendo. Al mirar el cuerpo menudo,
indefenso, de la muchacha, que respiraba lenta y apaciblemente, John Star sintió una
palpitación dolorosa en el pecho. Se preguntó cuántas veces, mientras descansaban allí,
se habría la muerte deslizado por el río amarillo, o los habría espiado desde la muralla de
espinas... respetando sus vidas y con éstas, la existencia del AKKA y la esperanza de la
humanidad.
Intentó sentarse y volvió a caer hacia atrás, con una exclamación de dolor. Todos los
músculos de su cuerpo estaban agarrotados y se rebelaban. Sin embargo, con un
esfuerzo, se sentó nuevamente. Se frotó los miembros hasta que éstos recuperaron una
parte de su flexibilidad, y se puso en pie con vacilación.
Ante todo alzó en sus brazos a Aladoree, que aún dormía, y la transportó hasta un
punto más alto del banco de arena, lejos de los peligros invisibles que podrían
acometerlos desde las aguas menos profundas. Levantó una pequeña y endeble choza
de ramas, capaz de ocultarlos, y descubrió un pesado garrote. Luego montó guardia junto
a la muchacha, esperando a que despertara.
Escrutó con desconfianza el río que se perdía allí donde la lejana muralla oscura de la
jungla estaba velada por la bruma roja. Oteó la extensión desnuda de arena oscura, la
barrera negra de espinas que asomaba más allá, y los bastiones de la metrópoli negra,
empinados muchos kilómetros río arriba, apenas visibles por encima de la selva. Pero el
peligro descendió del tétrico cielo, planeando con alas silenciosas.
La criatura volaba a baja altura cuando la vio, y ya se estaba lanzando en picado sobre
la joven que dormía detrás de su pantalla de ramas. En cierta manera se parecía a una
libélula de dimensiones monstruosas. Tenía cuatro alas delgadas, de diez metros. Vio que
se parecía a la criatura con la cual Giles Habibula había luchado en una ocasión por su
botella de vino.
Contuvo el aliento, fascinado por su extraña y pérfida belleza. Las frágiles alas eran
azules y traslúcidas, y brillaban como finas láminas de zafiro negro. Estaban veteadas por
nervaduras escarlatas. El cuerpo esbelto, ahusado, era negro, y ostentaba curiosas y
llamativas manchas de color amarillo fulgurante. El único ojo inmenso parecía una joya de
azabache pulido.
Debajo del cuerpo alargaba un único par de patas, con las crueles garras amarillas
desplegadas para apoderarse de la joven. La cola, semejante a la de un escorpión y
armada con un terrible aguijón negro, parecía un pequeño látigo amarillo y estaba
arqueada hacia abajo, lista para picar.
John Star se interpuso resueltamente en su trayecto y blandió el garrote en dirección al
ojo. Pero las alas brillantes se inclinaron un poco y el monstruo se elevó atacándolo a él
en lugar de a la joven. El garrotazo erró, y la saeta fina, despiadada, del aguijón, enfiló
directamente hacia él.
John Star se dejó caer, y trató de blandir el garrote para alejar la púa. Sintió el golpe
cuando el garrote se estrelló contra la cola flagelante. La punta ponzoñosa se desvió un
poco, pero a pesar de ello le rozó el hombro y produjo un destello de dolor atroz.
Se reincorporó en seguida, casi ciego por el dolor y vio, borrosamente, que el monstruo
cobraba altura, viraba y volvía a planear hacia él, sostenido por las alas traslúcidas,
azules y escarlatas. Se lanzó nuevamente en picado, con las garras preparadas. Esta vez
notó que la cola puntiaguda colgaba fláccida: su garrote la había partido.
Abrumado por el dolor, volvió a prepararse para dar el golpe contra el disco negro y
fulgurante del ojo. Y la criatura no se desvió. Arremetió derecha contra él, curvando sus
garras amarillas. En ese último instante, aturdido por los efectos del veneno, John Star
comprendió que las garras lo iban a apresar.
Desesperadamente trató de evitar que el mundo diese vueltas a su alrededor. Volcó
hasta el último ápice de su fuerza en el golpe que iba a asestar con el pesado trozo de
madera, y lo sintió estrellarse violentamente contra el inmenso disco negro reluciente. A
continuación sus sentidos se disolvieron en el ácido del dolor.
Comprendió vagamente que su atacante no lo había levantado por el aire. En medio de
su embotamiento se dio cuenta de que aquel ser se retorcía sobre la arena, arrastrándolo
todavía entre sus garras. Su último golpe había sido fatal.
Al fin cesaron los espasmos de la agonía y un cuerpo se derrumbó sobre el de John
Star. Incluso después de muerto, el monstruo hundía profundamente sus garras en el
brazo y el hombro del legionario. Cuando el dolor empezó a ceder un poco, John Star
forcejeó con sus dedos para zafarse de las garras, y por último se puso en pie, sangrando
y totalmente mareado.
Aun muerto, aquel ser era bello. Las estrechas alas, que se desplegaban intactas sobre
la arena negra, eran láminas luminosas de zafiro con vetas de rubí. Sólo las garras
enrojecidas y el aguijón roto eran repulsivos... lo mismo que la cabeza, reducida a pulpa
por el último golpe.
Debilitado, John Star se alejó, tambaleándose, tan extenuado que ni siquiera atinó a [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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