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cos, sino a toda su familia también. Sitt-es-Sham solicitó su consejo,
«en nombre de un familiar cercano», lo que, por supuesto, era pura
invención. Maimónides tenía una maliciosa idea de la gravedad de la
situación en que la Señora de Siria se encontraba. Después de pon-
derar sus palabras, le dijo:
-Saladino posee un gran sentido del honor, y su gratitud es más
que manifiesta. Sé que respeta profundamente a los dos servidores
templarios, mientras que la Orden del Temple ha sido el objeto de su
ira hasta la fecha. Me contó que desea comentar con los servidores
las nuevas tácticas con la caballería y la infantería. Entiende que Simon
de Cre~y es un excelente estudioso y, a cambio de haberle salvado la
vida a vuestra alteza, tiene la intención de preguntar a esos valientes
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qué es lo que más complacería sus deseos. Ya sabe que Belami es un
hombre que goza de la belleza y el amor de las mujeres, por lo que
sin duda Saladino dará las instrucciones necesarias para que las bou-
rzs de la corte satisfagan las necesidades del servidor mayor en ese sen-
tido.
»Sin embargo, no me parece que nuestro Gran Jefe acepte muy
complacido la idea de que un miembro de su familia se vincule con
un joven infiel a no ser por lazos matrimoniales, lo que significaría 11
conversión de él a la fe del islam. ¿Habéis dicho, alteza, no es cierto,
que el familiar que se encuentra en esta dificil situación es una prilTil
vuestra?
Sitt-es-Sahm inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
-Sin embargo -continuó Maimónides-, no creo que vuel
tro hermano se oponga a una íntima amistad, siempre y cuandc
a priori, ello no traiga complicaciones.
»Por lo tanto, yo aconsejaría a vuestra prima, alteza, que sea abs
lutamente discreta. Por mi parte, borraré de inmediato el asunto de
m mente.
Fue un buen consejo, y Sitt-es-Sham lo siguió al pie de la letra.
Como sea que Saladino no había regresado del sitio de Tiro, el
tiempo no fue enteramente un factor decisorio. En cuanto al lugar y
la oportunidad, resultaron ser el observatorio, donde Abraham y Simon
pasaban largas horas observando los astros.
Naturalmente, ello requirió la plena cooperación del astrónomo.
Ésa fue otra cuestión que Maimónides tuvo que asegurar.
Una cálida noche perfumada por las flores, en que reinaba el lado
oscuro de la luna, Simon convino con Abraham pasar unas horas de
su vigilia observando el planeta Júpiter, que se hallaba en ese momen-
to en su punto alto.
Se encontraba en la cerrada torre del observatorio, esperando
a su maestro, cuando oyó el suave roce de la seda. Simon se ocultó
en las sombras, pues el ruido era extraño en los recintos del obser-
vatorio.
Antes de que pudiese dar el alto al intruso reacción natural en
un entrenado servidor templario, los suaves dedos de Sitt-es-Sahm se
posaron sobre sus labios.
Sin decir una sola palabra, ella le condujo hasta un sofá ado-
sado a la pared del observatorio y se sentó, atrayendo a Simon a
su lado.
El velo cayó de su rostro, y ella se acercó al joven Simon. Su per-
fume era sutilmente provocativo y la fragancia natural de su cuerpo
contribuyó a despertar los sentidos de Simon.
La estrechó entre sus brazos. Sus labios se fundieron en un pro-
longado beso extasiado; ambos dándolo y ninguno recibiéndolo. La
lengua de Sitt-es-Sham se deslizó entre los labios de Simon y la pasión
de ambos fue en aumento.
Los templarios habían adoptado la vestimenta árabe desde su lle-
gada a Damasco. En el caso de Maria de Nofrenov, la cota de malla
de Simon frenó las ávidas manos de la joven. En cambio, las caricias
de la hermana de Saladino no encontraron semejante obstáculo. Simon
estaba sumido en éxtasis mientras los finos dedos de Sitt-es-Sham
exploraban su ansioso cuerpo. Cuando encontraron su virilidad, ambos
lanzaron un suspiro anhelante desde el fondo de su corazón.
Sobre el mullido sofá, envueltos en la capa de la Señora de
Siria, Simon de Cre§y y la princesa Sitt-es-Sham se convirtieron
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en amantes.
Simon sintió que el Wouivre se agitaba en su sueño en tanto su
éxtasis alcanzaba el clímax.
La urgencia de los suspiros de su amante real le decían que
también ella sentía que se elevaba en el preciso instante que sus
sedientos muslos exhalaban su espíritu. Juntos alcanzaron el pi-
náculo del amor.
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La gnosis
Saladino regresó a Damasco triunfante. Ahora su imperio se exten-
día de Egipto a la parte septentrional de Palestina. Sólo unas pocas
plazas fuertes aisladas resistían el acoso del líder ayyubid, conquis-
tador absoluto. La Ciudad Santa había sido reconquistada en una
breve campaña, casi sin derramamiento de sangre. La Cúpula de la
Piedra, la mezquita AI-Aqsa y todos los lugares sagrados de Jerusalén
eran sometidos a una intensa limpieza y vueltos a consagrar por los
imanes.
Con horror, Saladino se enteró de que muchos santuarios musul-
manes habían sido profanados al ser usados como letrinas y, por supues-
to, también la mezquita Al-Aqsa sufrió la violación causada por los tem-
plarios. La habían usado como cuartel general y como establo. Los
hospitalarios no parecían estar implicados en aquella especie de profa-
nación perversa, que era consecuencia del grado de fanatismo de un
reducido número de grandes maestros templarios. Odó de Saint Amand,
hombre colérico y resoluto, sin embargo no había sido culpable de esa
suerte de vandalismo. Pero otros, como Gerard de Ridefort, habían
fomentado esas actitudes viles hacia los «paganos idólatras».
Saladino llevaba tan sólo unos días en Damasco cuando invi-
tó a sus huéspedes cristianos a reunirse con él en una díwan pri-
vada. Este término servia para describir cualquier reunión de per-
sonas notables, pero en este caso los únicos que estaban presentes
eran Saladino, Maimónides y Abraham, como flamante astrólogo
de la corte, la guardia personal de Saladino y sus invitados de honor,
Simon y Belami.
En primer lugar les abrazó a todos, luego les agradeció formal-
mente el aguerrido rescate de la Señora de Siria. Cumplida la parte
oficial de la dzwan, Saladino abandonó el papel de sultán supremo de
los sarracenos y asumió el que más le complacía representar: un anfi-
trión sincero y considerado de huéspedes de honor.
Les dijo a los templarios:
-Os vi en el campo de batalla. Sois valientes. Maimónides me
dice que estáis completamente recuperados. Yo os rindo honores.
Nosotros somos enemigos por la fuerza del destino; es decir, en lo
que se refiere al encuentro en el campo de batalla. Confío que aquí, [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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